(Artículo publicado en El Telégrafo el 25 de marzo de 2011)
Podrían resultar temerarias las declaraciones de los países de la ALBA ante la decisión de Francia (acompañada de Inglaterra y Estados Unidos) de “mediar” en Libia. “Recordemos lo que aprendimos de Irak” no es una recomendación convincente, para algunos, cuando en Libia es la sociedad civil la que se opone al régimen, mientras que en Irak la sociedad civil parecía contemplar pasiva la dictadura de Hussein. Resulta temeraria también porque, en la mente de ciertos analistas, hay un temor de los países de la ALBA de que los alzamientos en Libia, que se podrían reproducir en otros países de Medio Oriente, afecte eventualmente a nuestra sociedad civil que se alzará en armas ante “la opresión de nuestros regímenes dictatoriales”. Pero por sobre cualquier delirio de persecución o patología determinada, resulta temeraria porque la opción más fácil será, siempre, apoyar una intervención armada en una nación oprimida.
Gadafi, por su parte, ha hecho méritos. Para que lo saquen. Nadie se perenniza en el poder sin crear descontento. Nadie se perenniza en el poder en un sistema democrático. ¿Hasta qué punto debemos valorar las diferencias culturales que existen entre Oriente y Occidente? ¿Hasta qué punto es más importante la soberanía que un clamor social? Hasta que se vea afectada la dignidad humana, parece ser la respuesta. Y partiendo desde ahí, es loable lo que ha decidido hacer el presidente Sarkozy: enmendar rápidamente una resolución en el Consejo de Seguridad y ser el estandarte de la lucha por la democracia en el norte de África. Tan loable resultan sus intenciones, que está dispuesto a ceder su posición ante la entrada de la OTAN.
¿Por qué, entonces, criticar la intervención internacional en Libia? No es por la soberanía. No es por la incomprensión de los modelos de gobierno de los países árabes. Es por la motivación y las consecuencias. Es por las actuaciones parcializadas y contradictorias. Es por el análisis subjetivo que no siempre diferencia la intervención de la irrupción.
Vale, esta vez sí, recordar que la idea inicial de Francia era la creación de un consejo de ministros de Exterior que maneje políticamente el asunto, mientras la OTAN se confinaba a un actuar militar. La resolución de la ONU buscaba una intervención para proteger a los ciudadanos libios, no para gobernarlos. Ahora, es interesante ver cómo el apremio de Francia, más bien de Sarkozy, viene en las vísperas de las elecciones presidenciales. También es interesante cómo Francia no corrió en pos de la democracia cuando hubo las revueltas en Túnez. No se reunió el Consejo de Seguridad, no se realizó una resolución, no se buscó la seguridad de los tunecinos. Se apoyó, en cambio, fervientemente la continuación del presidente Ben Ali. Y no olvidemos que la salida de Francia de Libia para darle paso a la OTAN viene llena de condiciones.
¿Por qué entonces recordar Irak? Porque cuando dicen: “Por salvar la democracia”, yo escucho: “Por salvar nuestros intereses”. Porque cuando dicen: “Para salvaguardar a la sociedad civil”, yo escucho: “Para tener más sociedad civil sobre la cual gobernar”. Porque cuando dicen: “Ocupación temporal hasta restablecer los cauces democráticos”, yo escucho: “Nos vamos a quedar de largo”. Porque cuando dicen: “Proteger a los ciudadanos” o “Armas de destrucción masiva”, yo escucho: “Petróleo, petróleo, petróleo”.
No estoy en contra de buscar una salida al problema de Libia. No estoy en contra de entrar a proteger a los civiles, de buscar democratizar países que claman por democracia, no estoy en contra de cambiar dictadores por presidentes. Lo que espero es que sea solo eso. Lo que espero es que las intervenciones no sean únicamente en países petroleros. Lo que espero es que se gaste en igual magnitud, tanto en intervenciones armadas como en proyectos de educación, salud y bienestar. Lo que espero es que no solo se fijen en el norte de África, cuando el resto del continente clama por algo más básico que democracia: clama por supervivencia.
viernes, 25 de marzo de 2011
viernes, 18 de marzo de 2011
En defensa del consumidor
(Artículo publicado en El Telégrafo el 18 de marzo de 2011)
Resulta interesante cómo el statu quo y la tropicalidad han calado en la estructura misma de la sociedad y han desamparado al ciudadano medio. Por más de que podamos ser conscientes del abuso y las imposiciones, el sentido de indefensión se presenta tan apabullante que la resignación, el “es que así mismo es”, termina por ser parte de nuestro diario vivir. El abuso parece llegar por todas partes: desde arriba, desde los mandos medios, desde el servidor público, desde el servidor privado. Tanto es así, que es parte de la cotidianidad aceptar el abuso de las empresas. Exigimos calidad, pero nos resignamos con lo que se encuentra; exigimos buenos precios, pero pagamos lo que marca; exigimos atención al consumidor, pero aceptamos como ley la respuesta que se nos da.
Resulta más interesante aún ver cómo la industria privada se encrespa cada vez que se pretende regular el mercado. Clama libertad, se rasga las vestiduras, nos muestra sus arcas vacías, condena al Estado regulador y manifiesta su compromiso con el país y una postura socialmente responsable. Censura, además, cualquier tipo de regulación y busca la manera de sobrepasar su responsabilidad a través de tecnicismos jurídicos. El perjudicado es el consumidor. Los perjudicados somos nosotros ante la imposibilidad de manifestarnos ante los abusos perceptibles y la imposibilidad de ser protegidos ante aquellos abusos que no son perceptibles.
Los analistas económicos demandan libertades que generen inversión, pero se olvidan de que, para generarla, es necesario también tener leyes que garanticen un ambiente de competencia. Los analistas económicos critican la desprolijidad en el manejo de la inflación, pero se olvidan de que la inflación también es generada a través de un mercado desregulado.
Y cuando el consumidor pretende buscar los mecanismos que defiendan sus derechos, se topa con una Ley Orgánica de Defensa al Consumidor inaplicada y una Tribuna del Consumidor completamente ignorada. A esto se suma la inexistencia de una ley de competencia económica. Una ley que regule las prácticas monopólicas, los abusos de posición dominante en el mercado, los acuerdos restrictivos de la competencia y las concentraciones económicas anticompetitivas. Somos el único país en América del Sur que no posee una ley de competencia. Cuando exista esa ley, serán los empresarios los primeros en saltar.
Esto resulta entendible si por muchos años estuvieron exentos de cualquier responsabilidad civil o moral ante la fijación de precios, la repartición de mercado y tantas otras prácticas que, en última estancia, terminan perjudicando al consumidor. Tanto es así, que la regulación de este modus operandi entra en vigencia a partir del Decreto Ejecutivo 1614 del año 2009 y la aplicación de la Resolución 608 de la Comunidad Andina donde, de manera bastante escueta, se determinan las leyes que regirán para proteger al mercado de cualquier accionar anticompetitivo. Esto en desmedro de unos limitadísimos artículos en la Ley de Propiedad intelectual, que parecían ser escritos por un abogado de transnacionales, para proteger a la industria del consumidor o para que nunca sean aplicados.
Con esto no quiero decir que toda la industria nacional está determinada únicamente a estafar al consumidor. Pero es evidente que las prácticas anticompetitivas son bastante extensas en el Ecuador. Lo que se busca a través de una ley de competencia no es perjudicar al productor. Tampoco es estrangular cualquier posibilidad de desarrollo económico. La ley debe buscar proteger al mercado. Proteger al mercado genera competencia y los mismos empresarios deben saber que una competencia justa genera economías sanas, donde tanto los grandes conglomerados como los pequeños productores puedan desarrollarse económicamente. Si se protege al mercado, se protege a la industria, se protege al consumidor y funciona la cosa. Mientras tanto, el consumidor seguirá siendo actor secundario en el accionar económico.
sábado, 12 de marzo de 2011
EE.UU., Gadafi y lo mismo de siempre
(Artìculo publicado en El Telégrafo el 12 de marzo de 2011)
No es una manía ideológica ni la misma retórica antiyanqui que hace años se convirtió en una sinrazón. Es una realidad. Es una visión realista de las relaciones internacionales. Cada Estado vela por sus intereses. Y esta anarquía internacional se vuelve insostenible, pero, para bien o para mal, llevadera y nos resignamos a ver los acontecimientos desde la cabina del espectador porque poco o nada podemos convencer desde nuestra tropicalidad inquieta. Libia se ha convertido, de manera sorpresiva pero verosímil, en el chivo expiatorio de la administración Obama. Una administración que desde hace algún tiempo viene demostrando que el statu quo en sus relaciones internacionales no ha cambiado (muy a pesar de las promesas de campaña) y seguramente no cambiará.
La institución del Estado y su visión ha podido mantenerse a pesar de cualquier indicio de reforma.
A nadie le resultan esquivas las actitudes antidemocráticas que debió tener Gadafi a lo largo de su reinado: lleva más de 40 años en el poder y eso no se consigue a través de las urnas. Estoy seguro de que debe ser una gran persona, como lo asegura el presidente Chávez, pero “a mí no me consta”. Lo que sí me consta es que con Gadafi todos tienen rabo de paja. Desde Sarkozy hasta Mariah Carey. Y es ahora cuando toda la comunidad internacional comienza a rasgarse las vestiduras, incluyendo a ciertos nacionales, y se han acordado de congelar las jugosas cuentas de este “malvado” y organizar reuniones secretísimas y privadísimas que incluyen hasta a la Reina de Inglaterra. Y todo esto lo encontramos loable. Pero, ¿por qué ahora? Según los cánones internacionales, ¿cuánto debe durar una dictadura para que sea mala? Porque Gadafi viene gobernando como lo ha hecho desde hace años, décadas. Y la Unión Europea viene captando sus fondos desde hace un tiempo similar. Entonces, parece que para que la altísima comunidad internacional intervenga deben pasar ¿40 años? ¿Unas cuantas revoluciones por Twitter? ¿Los barriles de petróleo llegar a valer más de cierta cantidad de dólares? ¿El tiempo que estuvo Saddam Hussein en el poder?
Está bien que una acción democratizadora sea apoyada por la comunidad internacional: en Occidente entendemos estos procesos como algo positivo. Lo que no está bien son aquellas muestras inconmensurables de condena hacia una situación que lleva años en la palestra internacional. Ni tampoco ayudan en nada las muestras de apoyo coyunturales que terminan por llenar las páginas de los periódicos, pero que demuestran tener un seguimiento muy pobre: Egipto sigue manejado por el Ejército, Irak es el segundo país más inestable del mundo y ya nadie se acuerda de Afganistán, con excepción de los opiómanos y Bechtel, encargada de reconstruir Medio Oriente. ¿Cómo irá eso?
Y ahora, una vez más, estamos a la espera de una resolución de la ONU para que las fuerzas internacionales, EE.UU. a la cabeza, puedan intervenir en Libia.
Como alguna vez lo estuvimos para que puedan intervenir en Irak. Solo faltaba encontrar las armas de destrucción masiva… que nunca se encontraron. Y ciertamente sirve de chivo expiatorio para una administración cuyo desempeño en la política internacional ha sido bastante pobre. ¿Esperarán los EE.UU. el visto bueno de las NN.UU. para entrar en Libia? Esperaron 40 años para actuar, deben estar impacientes. Hillary Clinton declaró que “es hora de que Gadafi se vaya”. ¿Obtendrá ella también un premio Nobel por sus declaraciones? ¿Qué sucederá una vez que Gadafi sea condenado a la horca? ¿Libia se convertirá en una República Parlamentaria? ¿Ganará Halliburton, una vez más, todos los contratos petroleros? ¿Destruirán Libia para poder reconstruirla? ¿Habrá un espaldarazo internacional, un coctel de celebración, una semana de análisis y listos para el siguiente embrollo? Porque muchos son los soldados y civiles que han muerto “por la democracia”, pero, según los resultados, poco parece que han valido sus vidas.
No es una manía ideológica ni la misma retórica antiyanqui que hace años se convirtió en una sinrazón. Es una realidad. Es una visión realista de las relaciones internacionales. Cada Estado vela por sus intereses. Y esta anarquía internacional se vuelve insostenible, pero, para bien o para mal, llevadera y nos resignamos a ver los acontecimientos desde la cabina del espectador porque poco o nada podemos convencer desde nuestra tropicalidad inquieta. Libia se ha convertido, de manera sorpresiva pero verosímil, en el chivo expiatorio de la administración Obama. Una administración que desde hace algún tiempo viene demostrando que el statu quo en sus relaciones internacionales no ha cambiado (muy a pesar de las promesas de campaña) y seguramente no cambiará.
La institución del Estado y su visión ha podido mantenerse a pesar de cualquier indicio de reforma.
A nadie le resultan esquivas las actitudes antidemocráticas que debió tener Gadafi a lo largo de su reinado: lleva más de 40 años en el poder y eso no se consigue a través de las urnas. Estoy seguro de que debe ser una gran persona, como lo asegura el presidente Chávez, pero “a mí no me consta”. Lo que sí me consta es que con Gadafi todos tienen rabo de paja. Desde Sarkozy hasta Mariah Carey. Y es ahora cuando toda la comunidad internacional comienza a rasgarse las vestiduras, incluyendo a ciertos nacionales, y se han acordado de congelar las jugosas cuentas de este “malvado” y organizar reuniones secretísimas y privadísimas que incluyen hasta a la Reina de Inglaterra. Y todo esto lo encontramos loable. Pero, ¿por qué ahora? Según los cánones internacionales, ¿cuánto debe durar una dictadura para que sea mala? Porque Gadafi viene gobernando como lo ha hecho desde hace años, décadas. Y la Unión Europea viene captando sus fondos desde hace un tiempo similar. Entonces, parece que para que la altísima comunidad internacional intervenga deben pasar ¿40 años? ¿Unas cuantas revoluciones por Twitter? ¿Los barriles de petróleo llegar a valer más de cierta cantidad de dólares? ¿El tiempo que estuvo Saddam Hussein en el poder?
Está bien que una acción democratizadora sea apoyada por la comunidad internacional: en Occidente entendemos estos procesos como algo positivo. Lo que no está bien son aquellas muestras inconmensurables de condena hacia una situación que lleva años en la palestra internacional. Ni tampoco ayudan en nada las muestras de apoyo coyunturales que terminan por llenar las páginas de los periódicos, pero que demuestran tener un seguimiento muy pobre: Egipto sigue manejado por el Ejército, Irak es el segundo país más inestable del mundo y ya nadie se acuerda de Afganistán, con excepción de los opiómanos y Bechtel, encargada de reconstruir Medio Oriente. ¿Cómo irá eso?
Y ahora, una vez más, estamos a la espera de una resolución de la ONU para que las fuerzas internacionales, EE.UU. a la cabeza, puedan intervenir en Libia.
Como alguna vez lo estuvimos para que puedan intervenir en Irak. Solo faltaba encontrar las armas de destrucción masiva… que nunca se encontraron. Y ciertamente sirve de chivo expiatorio para una administración cuyo desempeño en la política internacional ha sido bastante pobre. ¿Esperarán los EE.UU. el visto bueno de las NN.UU. para entrar en Libia? Esperaron 40 años para actuar, deben estar impacientes. Hillary Clinton declaró que “es hora de que Gadafi se vaya”. ¿Obtendrá ella también un premio Nobel por sus declaraciones? ¿Qué sucederá una vez que Gadafi sea condenado a la horca? ¿Libia se convertirá en una República Parlamentaria? ¿Ganará Halliburton, una vez más, todos los contratos petroleros? ¿Destruirán Libia para poder reconstruirla? ¿Habrá un espaldarazo internacional, un coctel de celebración, una semana de análisis y listos para el siguiente embrollo? Porque muchos son los soldados y civiles que han muerto “por la democracia”, pero, según los resultados, poco parece que han valido sus vidas.
viernes, 4 de marzo de 2011
Justicia tropical
(Artículo publicado el 4 de marzo del 2011 en El Telégrafo)
El drama humano en los juzgados es inevitable. Es inevitable en cualquier parte del mundo. Es inevitable porque la decisión de un juez determina, en muchos casos, nuestras vidas. Es un drama humano en el Ecuador porque, además del juez, este juez creador y reconocedor de derechos, existen manifestaciones de la tropicalidad con la que parece que nos resignamos a vivir. El hecho de que cualquier individuo en el rol de pagos dentro de una sala automáticamente se convierte en doctor. Desde la secretaria hasta el juez. El hecho de que resulta que no es un derecho del ciudadano ni un deber del funcionario público el trámite expedito; es un favor que nos están haciendo. Y bajo esta lógica resulta fácil entender por qué es necesario estar detrás de todo el mundo para cualquier acción legal que queramos iniciar o que queramos que se cumpla de acuerdo a los mismos plazos impuestos por la ley. Porque en la idiosincrasia jurídica imperante (aunque incompatible con el nuevo modelo propuesto por la Constitución) resulta que la ley y su cumplimiento por ser ley (y no por un fin antropocéntrico de impartir justicia) es únicamente aplicable cuando es un primo, una amistad o un compadre el que está iniciando un proceso. O se aplica cuando la cordialidad del abogado se materializa en el escritorio de alguna secretaria o asesor jurídico o juez.
Pero de la noche a la mañana resultó que la santidad del sistema judicial es intocable. Ningún abogado se declara corrupto. Todos siguen el procedimiento respectivo y se abstienen se estimular esta economía judicial. Y si no son todos, entonces siempre será el otro. Porque, además, si no se lo hace entonces uno puede dar por sentado que cualquier acción legal será olvidada en una pila de carpetas. Y hemos llegado a aceptar este statu quo, desvirtuando la generación de justicia y destruyendo cualquier rastro de asombro ante las irregularidades. Llega a ser parte del propio proceso judicial tener que estar acosando a los funcionarios para que aceleren los trámites, o atrás del juez para que emita sentencia. Y por buenas que puedan llegar a ser nuestras intenciones, por loables y elevadas, el acto de corrupción existe. Y lo aceptamos y lo asimilamos como una parte más del accionar público y nos quejamos pero, a su vez, no dudamos en alimentarlo. ¿En qué sistema hemos aprendido a vivir entonces?
Debo aceptar que cometo un error al generalizar. Ni todos los juzgados están plagados de corrupción ni todos los abogados están dispuestos a enriquecerla. Muchos podrán incluso decirme con exactitud dónde sí, dónde no. Pero por este mismo hecho, por la particularidad de lo bueno, es que resulta evidente que la mayoría está mal. Y es por un silogismo evidente: si el sistema es corrupto, si el sistema no funciona y si no parece estar encaminado hacia un cambio, que alguien debe estar alimentando este sistema. Un sistema que evidentemente carece de moral cuando la moral debería ser el valor imperante. Un sistema que evidentemente carece de controles o cuyos controles han sido contagiados por su ineficiencia.
La pregunta cuarta de la consulta popular propone sustituir el pleno del Consejo de la Judicatura por una Comisión Técnica. Todos saltaron. Pero todos tienen rabo de paja, porque un sistema judicial viciado produce una ley llena de vicios. No por los vicios en la propia ley; por los vicios en la aplicación de esta ley. Como he argumentado en artículos anteriores, no creo que esta facultad sirva para concentrar el poder. Tampoco creo que por el simple hecho de su creación el sistema judicial vaya a cambiar. Es, por sobre todas las cosas, una oportunidad para cimentar un proceso judicial digno y justo; libre de un espíritu corruptible y basado en justicia, no en ley. Es una oportunidad que conlleva una responsabilidad enorme y por la cual se deberá rendir cuentas. Es, en fin, un mecanismo, una herramienta; y es por lo cual se nos ha pedido votar.
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