viernes, 4 de marzo de 2011

Justicia tropical



(Artículo publicado el 4 de marzo del 2011 en El Telégrafo)

El drama humano en los juzgados es inevitable. Es inevitable en cualquier parte del mundo. Es inevitable porque la decisión de un juez determina, en muchos casos, nuestras vidas. Es un drama humano en el Ecuador porque, además del juez, este juez creador y reconocedor de derechos, existen manifestaciones de la tropicalidad con la que parece que nos resignamos a vivir. El hecho de que cualquier individuo en el rol de pagos dentro de una sala automáticamente se convierte en doctor. Desde la secretaria hasta el juez. El hecho de que resulta que no es un derecho del ciudadano ni un deber del funcionario público el trámite expedito; es un favor que nos están haciendo. Y bajo esta lógica resulta fácil entender por qué es necesario estar detrás de todo el mundo para cualquier acción legal que queramos iniciar o que queramos que se cumpla de acuerdo a los mismos plazos impuestos por la ley. Porque en la idiosincrasia jurídica imperante (aunque incompatible con el nuevo modelo propuesto por la Constitución) resulta que la ley y su cumplimiento por ser ley (y no por un fin antropocéntrico de impartir justicia) es únicamente aplicable cuando es un primo, una amistad o un compadre el que está iniciando un proceso. O se aplica cuando la cordialidad del abogado se materializa en el escritorio de alguna secretaria o asesor jurídico o juez.
Pero de la noche a la mañana resultó que la santidad del sistema judicial es intocable. Ningún abogado se declara corrupto. Todos siguen el procedimiento respectivo y se abstienen se estimular esta economía judicial. Y si no son todos, entonces siempre será el otro. Porque, además, si no se lo hace entonces uno puede dar por sentado que cualquier acción legal será olvidada en una pila de carpetas. Y hemos llegado a aceptar este statu quo, desvirtuando la generación de justicia y destruyendo cualquier rastro de asombro ante las irregularidades. Llega a ser parte del propio proceso judicial tener que estar acosando a los funcionarios para que aceleren los trámites, o atrás del juez para que emita sentencia. Y por buenas que puedan llegar a ser nuestras intenciones, por loables y elevadas, el acto de corrupción existe. Y lo aceptamos y lo asimilamos como una parte más del accionar público y nos quejamos pero, a su vez, no dudamos en alimentarlo. ¿En qué sistema hemos aprendido a vivir entonces?
Debo aceptar que cometo un error al generalizar. Ni todos los juzgados están plagados de corrupción ni todos los abogados están dispuestos a enriquecerla. Muchos podrán incluso decirme con exactitud dónde sí, dónde no. Pero por este mismo hecho, por la particularidad de lo bueno, es que resulta evidente que la mayoría está mal. Y es por un silogismo evidente: si el sistema es corrupto, si el sistema no funciona y si no parece estar encaminado hacia un cambio, que alguien debe estar alimentando este sistema. Un sistema que evidentemente carece de moral cuando la moral debería ser el valor imperante. Un sistema que evidentemente carece de controles o cuyos controles han sido contagiados por su ineficiencia.
La pregunta cuarta de la consulta popular propone sustituir el pleno del Consejo de la Judicatura por una Comisión Técnica. Todos saltaron. Pero todos tienen rabo de paja, porque un sistema judicial viciado produce una ley llena de vicios. No por los vicios en la propia ley; por los vicios en la aplicación de esta ley. Como he argumentado en artículos anteriores, no creo que esta facultad sirva para concentrar el poder. Tampoco creo que por el simple hecho de su creación el sistema judicial vaya a cambiar. Es, por sobre todas las cosas, una oportunidad para cimentar un proceso judicial digno y justo; libre de un espíritu corruptible y basado en justicia, no en ley. Es una oportunidad que conlleva una responsabilidad enorme y por la cual se deberá rendir cuentas. Es, en fin, un mecanismo, una herramienta; y es por lo cual se nos ha pedido votar.

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