(Publicado en El Telégrafo, 3 de octubre de 2010)
En julio de este año, el presidente Obama, junto con su secretaria de Estado Hillary Clinton, anunció que las conversaciones de paz entre Israel y Palestina estarán exitosamente finalizadas para antes del término de su primer mandato. En un ambiente de incredulidad e ironía, comenzaron los primeros acercamientos de los Estados Unidos hacia ambos países. Demostrando el poco entusiasmo característico de estas negociaciones, Palestina e Israel se comprometieron con cautela y bajo un intenso trabajo diplomático por parte de Hillary Clinton y su staff de asesores (comandados por Jeffrey Feltman). Estamos en la víspera de este nuevo acercamiento “histórico” que podrá resolver uno de los tantos conflictos de Medio Oriente.
“(...) milagros no se avizoran en el
futuro de las relaciones Israel-Palestina”
En este panorama, de por sí poco alentador, la moratoria de diez meses que tuvo Israel para abstenerse de poblar ciertos asentamientos en la Franja de Gaza concluyó hace pocos días. Israel ya comenzó a repoblar aquella zona. Esto, pese a las amenazas del presidente de los territorios palestinos, Mahmoud Abbas, de retirarse de las negociaciones si no existía una prolongación a la moratoria y, por supuesto, sumadas las declaraciones de decepción de las Naciones Unidas. Sin embargo, aunque el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, dijo no tener intención de detener las construcciones, ciertos miembros del Gobierno han sugerido un posible acuerdo.
Pero más allá de cualquier posibilidad de acercamiento y más allá del circo diplomático que ha surgido de esta situación, este intento del presidente Obama de poner a los EE.UU. una vez más como los mediadores del mundo, podría resultar contraproducente. Encontramos en la palestra internacional a un Benjamin Netanyahu quien fue elegido por el Likud1 para fortalecer la postura israelí frente al Hamas, y no para dividir Israel y permitir la unificación de un posible Estado Palestino; un Mahmoud Abbas sin verdaderas herramientas de negociación y sin autoridad real sobre los territorios palestinos en la Franja de Gaza; y un Obama con una popularidad en picada comandando un país corroído internacionalmente por sus malas decisiones.
Pero más allá del fracaso que vislumbran los acontecimientos recientes, son las repercusiones de otro intento fallido lo que se muestra más perjudicial.
Una nueva frustración internacional podría llevar a un desentendimiento total de ambas partes por llegar a un acuerdo de paz, parcial o duradera, que podría alargarse hasta que las tendencias políticas de estos países cambien. Podría significar la radicalización de Israel y Palestina en sus relaciones exteriores, anulando cualquier posibilidad de reconciliación y aumentando los enfrentamientos armados entre el Ejército de Israel y el Hamas. Sería una justificación moral del primer ministro Netanyahu ante la comunidad internacional y una patente de corso para que israelitas continúen con los asentamientos de poblados en la Franja de Gaza y para que Hamas continúe enviando cohetes Katiuska al sur de Israel.
En las relaciones internacionales se han visto milagros. Hace treinta años nadie se imaginaría que Alemania, Francia y el resto de Europa entrarían en un agresivo proceso de integración. Y sin embargo, pese a su cercanía con Tierra Santa, milagros no se avizoran en el futuro de las relaciones Israel-Palestina. A lo mejor es precisamente la Tierra Santa que genera tanto conflicto. O a lo mejor es la osadía de una presidente que pretende solucionar en dos años un conflicto que tiene milenios. O puede ser una lucha que a traviesa lo ideológico y político. Cualquiera que sea la razón, este nuevo acercamiento debe ser manejado con pinzas y mientras el mundo está expectante por la vuelta del fracaso, alea jacta est.
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